El sepulcro de Doña Teresa de Luna

Desde que el ser humano tiene conciencia de la muerte y desarrolla un sentimiento religioso hacia una vida más allá de la vida los suelos sagrados han sido los lugares predilectos para inhumar cuerpos. Evidentemente los suelos sagrados siempre han sido escasos, por lo que quienes allí eran enterrados siempre han sido los más poderosos, bien en fuerza y valor, bien en fortaleza económica.
Por norma general, cuanto más alto era el estatus de la persona fallecida mayor era la demostración del mismo, convirtiendo su descanso eterno en un escaparate de poderío: los mejores y más caros materiales, los artistas más destacados tallando las mejores sepulturas, la ocupación de los lugares más significativos, con mejor orientación y mejores condiciones ambientales…
El resultado de este proceso mantenido en el tiempo es que tenemos auténticas obras de arte diseminadas por el mundo dedicadas a la muerte, en la que personas importantes o significativas que contribuyeron o destacaron de una u otra forma a la sociedad en la que les tocó vivir dejaron su impronta para generaciones futuras.
La provincia de Cuenca, por Historia, importancia estratégica y peso político y económico en épocas pasadas posee algunas de estas joyas destacadas del arte fúnebre. Y una de esas sepulturas que sorprenden y dejan sin aliento al contemplarla, por lo que evoca y por lo que provoca, es sin lugar a dudas el denominado sepulcro de Doña Teresa de Luna, madre de Gil Álvarez de Albornoz, arzobispo de Toledo en el s. XIV.
Situado en la Catedral de Santa María y San Julián (Cuenca), está ubicada bajo la bóveda oeste en la conocida como Capilla de los Caballeros. Datada entre 1338 y 1350 de autor desconocido, la lápida está elaborada con un material que llama la atención: pizarra negra (que durante muchos años se creyó alabastro) y piedra caliza, así como incrustaciones de metal.
Muy deteriorada por el paso del tiempo parte del contenido escrito y tallado en la misma se encuentra ya ilegible, por lo que para su preservación se encuentra aislada por un vidrio que la protege tanto de los elementos como de los visitantes. Y es ahí, a ojos de quienes se adentran en tan singular lugar, donde uno se encuentra el rostro y las manos de una mujer, de un blanco níveo, que parece levantarse a través de la negrura como si dejase atrás un velo del más allá, con facciones suaves.
Es probablemente una de los enterramientos más espectaculares del recinto por varios motivos: por la importancia de la difunta (además de ser madre de tan insigne personaje pertenecía a la nobleza aragonesa), por la técnica utilizada (aparentemente francesa) y la singularidad de sus materiales, y por el tiempo que lleva enterrada allí (es una de las tumbas más antiguas del recinto).
Así, el lugar de descanso eterno de Doña Teresa de Luna es uno de esos espacios que no pueden obviarse si se visita la ciudad. Aunque no es la única joya que esconde la Catedral de Cuenca entre sus muros.
Fuentes utilizadas y enlaces de interés:
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